Cuando supe de mi primer embarazo positivo, fue un mundo de emociones, y muchas no las entendía, no sabía dónde acomodarlas, todo era tan encantador y retador al mismo tiempo, y todo me hacía sentir como si me encontrara en el mismo limbo.


Te contaré una historia, la historia de una joven con aspiraciones de vida, tanto académicas como personales y los ojos de la perfección estaban tan abiertos que no podían ver lo que estaba por llegar.

Toda la consciencia y humanidad estaban nubladas. Sí esta es una historia realmente imperfecta, donde se pretendía que todo fuera perfecto desde el día uno, pero la ¡vida me paro en seco! y me obligo a mirar la realidad tal cual es, sin poder evitarlo.

¿Qué seguía?

Después de saber que pronto sería mamá, en realidad no sabía lo que vendría, pero aún con toda mi inexperiencia me estanque -yo sola- en una parada no muy empática y nada solidaria.

Solía mirar todo lo que hacían mal las mamás que rodeaban mi entorno, nunca me cuestioné porque siempre estaban desarregladas, idas, cansadas, y con muy pocas ganas de sonreír.

Solía decir con todo el “YO” en mayúsculas que se pueda leer: cuando mi bebé duerma YO me arreglaré y seguiré haciendo la comida sin problemas; YO seguiré haciendo ejercicio y siguiendo mi rutina como siempre, y todo mi EGO crecía cuando la barriguita de embarazo no pesaba tanto y podía seguir paseando, caminando, comiendo, trabajando y hablando sin límite.

Opinaba sin freno y sin sentido, pero como ya tenía una persona dentro de mí, YO me sentía con el derecho de decir todo lo que se me ocurría.

Todo comenzó a desvanecerse cuando la barriguita ya no me dejaba correr, dormir y respirar. Tenía que buscar una posición que me permitiera descansar un momento. No importaba si no dormía profundamente, mientras tuviera un descanso considerable, ya me daba por bien servida.

Un golpazo de realidad

Todo lo que pensaba empezaba a tambalear, pero mi orgullo seguía intacto. Todavía no llegaba al punto de quiebre. Muchas pensarían: ¡sí el día del parto!

Ahí el cerebro se me iluminaría, pero ¿qué creen?  Eso no sucedió, sí me dolió con el alma, y al final mi parto terminó en cesárea, y aún con el miedo y el nervio haciéndose presente en mi interior, con tanta intensidad, mi YO no cedía.

Tocaron a mi puerta varios sentimientos. El primero que me hizo estragos fue la desesperación. El no saber lactar a mi bebé y que mis pechos en un principio eran incapacitados, me llevó a la entrada de mi aceptación vulnerable. Y digo entrada porque no me atrevía a cruzar la línea. Mi ego seguía rígido al aceptar sentirse imperfecta, yo quería siempre tener la respuesta.

Después llegó la duda. Todo el tiempo me cuestionaba si lo estaba haciendo bien, pero en realidad, más miedo me daba exponer mi duda.

Recuerdo que mi bebé despertaba cada 3 horas y yo moría de sueño por dentro, yo quería dormir toda la noche, pretendía despertar fresca como la lechuga para seguir mi rutina de costumbre. ¡Todo lo contrario!

Me despertaba destrozada, y con unas ganas tremendas de aceptarlo, pero toda mi coraza seguía intacta. Esa coraza inquebrantable había sido mi defensa durante toda mi existencia, mi orgullo rígido lleno de inseguridad me daba una media existencia de vida.

¿Cómo podría darme la oportunidad de observar, que existían otras formas de vida fuera del ego?

El quiebre de mi gran YO, fue cuando mis ojos vieron la infelicidad de mi hija. Después de tanta lucha con mi ego de titiritero, o de marioneta, dándome cuenta como destruí lo que más amo: a mi hija, a mi familia, y yo misma. Y aún cuando mi hija me veía con sus ojos de: «yo confió en ti mami», yo seguía de marioneta de mi ego.

La lección

Pero un día me dio una lección sin ella saberlo, cuando en ese momento me vi reflejada en sus ojos y ella me decía que ¡no quería estar! Mi hija no quería estar en esa escuela que yo me aferré por un par de años.

Vi como mi familia se escurría en mis manos controladoras, y que mi hija se limitaba a una infancia reprimida la cual, yo la Brenda consciente y humana no había figurado que tuviera, iba a ciegas pensando que lo hacía perfecto. ¡Y la realidad es que no! Sólo estaba reprimiendo todo lo que, si importaba, por medio a perderme en la imperfección.

Todo en mi interior se desmantelaba, lloraba profundamente por las noches porque ya no quería seguir con tanta apariencia y tanta espera de reconocimiento. Me percataba cada instante de lo dura que era conmigo misma y así para con mi familia.

Todo mi miedo se apoderaba de mi ser, y cada día mi coraza caía y mis ojos comenzaron a mirar diferentes, esto me ayudó a tomar decisiones difíciles, pero muy importantes. Dejé personas en el camino, y otras llegaron a mi vida pintando los días de colores.

Tuve un acercamiento a la humanidad, seguía caminando con miedo, pero era miedo a soltar, hasta que comencé a sentir lo bueno que era después de la tormenta emocional.

Fin de la batalla

Ese día, después de tanta lucha con mi ego (y sentarme a escuchar a mi hija) estuve lista para recibir el mensaje de la vida y hacer cambios, donde no sólo despertaba mi capacidad de asombro y libertad de dejarme ser quien soy: la Brenda lejos de esa coraza de hierro y falta de humanidad.

Hoy, volteo hacia atrás y agradezco a la vida por esos momentos donde mi sombra se hizo presente, y pude reunir el valor de hacerle frente y finalmente abrazarla. Verla en mi espejo me hizo saber porque miraba de esa manera tan cruel a la maternidad y por qué me costaba tanto disfrutarla.

Mis heridas de la infancia, y lo dura que era conmigo misma, me encaminaba a pedir perfección en todo.  Y solo necesitaba aceptar que me había equivocado, que no quería cocinar porque no podía despertar, que moría de sueño todo el día, que la mayor parte me la pasaba con mi bebé y que ni ganas me daban de arreglarme, y que no había siestas que duraran tanto para hacer limpieza.

Me costaba pedir disculpas, y decir que mi boca hablaba desde la inexperiencia y mi gran ego materno.